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En su país de hierro vive el gran viejo,

bello como un patriarca, sereno y santo.

Tiene en la arruga olímpica del entrecejo

algo que impera y vence con noble encanto.

 

Rubén Darío. Walt Whitman.

 

Es tiempo de que pactemos, Walt Whitman;

te he detestado ya bastante.

Vengo a ti como un chico ya crecido

que tuvo un padre terco;

estoy ya en edad de hacer amigos.

Fuiste tú quien cortó la leña nueva

y es tiempo de tallar.

Tenemos una sola raíz y la misma savia:

que haya comercio entre nosotros.

 

Ezra Pound. Pacto.

 

El olor del café y de los periódicos.

El domingo y su tedio. La mañana

Y en la entrevista página esa vana

Publicación de versos alegóricos

De un colega feliz. El hombre viejo

Está postrado y blanco en su decente

Habitación de pobre. Ociosamente

Mira su cara en el cansado espejo.

Piensa, ya sin asombro, que esa cara

Es él. La distraída mano toca

La turbia barba y la saqueada boca.

No está lejos el fin. Su voz declara:

Casi no soy, pero mis versos ritman

La vida y su esplendor. Yo fui Walt Whitman.

 

Jorge Luis Borges. Camden, 1892.

 

            whitman1                                               

           Pablo Neruda, en su poema Que despierte el leñador, decía estas aladas palabras: Whitman innumerable como los cereales (…)1. Basta prestar oído a la inconmensurable voz de Hojas de hierba para saber que la metáfora del poeta chileno ilustra muy bien la experiencia de esa lectura. Y es que adentrarse en la poesía whitmaniana es ser fecundado por un torrente germinal, una avalancha de semen que llegará a las honduras más remotas del alma y nos hará estallar, multiplicarnos, fragmentando la unidad en infinitas partículas. Así nos lo reclama el poeta en el versículo 16 de Canto de mí mismo:

 

Soy del joven y del viejo, del tonto y del sabio por igual,

no me cuido de los demás pero cuido siempre a los demás,

maternal y paternal a la vez, niño y hombre a la vez,

plasmado de materia burda y plasmado de materia delicada,

ciudadano de la Nación de muchas naciones,

la más pequeña tanto como la más grande (…)2

 

            ¿Cómo, pues, leer semejante explosión sin riesgo de ramificarnos como un roble gigantesco que exige la omnipresencia? Ante tal poderío, permanecer en nuestro pellejo, sin aventurarnos a ocupar cuanto hay allende el ser, es una mezquindad indecible. No, la estatura de Whitman, su espíritu ensanchado hasta los lugares más remotos del cosmos precisan un interlocutor de talla mayor. Y porque su discurso poético justamente pretende un canto universal, el oído que se preste a deleitarse con esa música clorofílica debe aguzar el tímpano a frecuencias inimaginables. Sólo entonces podremos ser partícipes de esa plática planetaria, desmesurada e indómita, que requiere de todos los sentidos para ser percibida.

            Ahora bien, escudriñemos un tanto en la forma de esa poesía tempestuosa, pues aunque su contenido tiene igual importancia, aún más por haber sido objeto de polémica y hasta censura, nos ocuparemos aquí primordialmente de aquélla, pues la consideramos uno de los puntos fundamentales de su obra. En principio, valiéndonos de los rigores de la terminología académica, debemos destacar que el tipo de verso que empleaba Whitman en sus poemas era el versículo. Detengámonos un momento a examinar este asunto. No fue un azar lo que hizo que el poeta se decidiese por el mismo tipo de verso de la Biblia, concediéndole así a su ritmo la cadencia sacra de la prédica religiosa. Para comprender los motivos de este formato, por cierto poco común entre los poetas de la época, es necesario hablar del propósito del autor en su obra.

Es sabido que Walt Whitman vivió un tiempo decisivo de la historia de los Estados Unidos, pues fue testigo—y partícipe, a su manera—de la guerra entre el Norte y el Sur que abriría el paso a la democracia naciente, la lucha por la equidad social y el afianzamiento de la unidad política de los estados. El carpintero de West Hills tenía firmes convicciones democráticas y altas esperanzas puestas en el destino de su patria, como lo expresó en algunos de sus poemas, de modo que encarnaba, en cierta manera, la figura de un heraldo optimista del progresismo, la libertad, la justicia y los más altos principios e ideales de la nación floreciente. Conocemos también que era asiduo lector de Homero y, por tanto, tenía un arraigado interés por la suerte literaria de la épica. Todo esto, en conjunto con su talante reflexivo sobre la ciudad, el rol del hombre y la vida en general, fue anidándose en su pecho, madurando la gran empresa de su poesía. Es por ello que sus textos tienen ese tono de leyenda, de conjuro tribal, casi de mito que hace sentir que se ha echado a andar por el camino de la grandeza.

               El tono épico, género propio del surgimiento de las naciones y las culturas—como Grecia en el caso de Homero y el Imperio Romano con Virgilio—también provoca destellos en su palabra poética, anunciando la consumación de la identidad nacional. De ahí que el versículo se le figurase como el tipo de verso más apropiado para quien se da a la tarea de pregonar ese porvenir resplandeciente, a través del versículo elevado a alturas sagradas. Estados Unidos rompía fuentes y Whitman, que sintió de cerca sus contracciones, creyó que estaba llamado a cantar ese porvenir prometedor, ese nacimiento apoteósico del Nuevo Mundo. Y así como Juan Bautista llevaba la buena nueva de la llegada del Mesías, el poeta norteamericano se proponía una labor semejante: cantar un tiempo de bienaventuranza y esplendor, acaso logrando con ello la misión que Neruda daba a los artesanos de palabras: el poeta debe ser un cronista de su tiempo.

He aquí, para indagar más en la forma del poeta, un fragmento de Pioneros, ¡oh pioneros!, a saber:

 

¡Oh vosotros, hijos del Oeste!

¡oh vosotros, los jóvenes y los mayores!

¡oh vosotras, las madres y las esposas!

Jamás debéis ser separados, en nuestras filas marcharéis

unidas,

¡pioneros, oh pioneros!3

 

            Aquí se hace evidente, por el tono fundacional propio de Whitman, la alusión a los patriarcas de la tierra, los hacedores de pueblos, los que tienen en sus manos la construcción de la ciudad. Pero más allá de esto, que ya hemos tratado en los comentarios de esa poesía originaria, cabe señalar otro aspecto de la forma poética whitmaniana: el tono. A lo largo de Hojas de hierba, salvando algunas excepciones—como Hoy los campos enmudezcan y La última vez que florecieron las lilas, siendo éste una suerte de réquiem a Lincoln—el tono predominante es de entusiasmo, alegría, y aún más, de euforia. Tan es así que a menudo es difícil andar al unísono con el alma desbocada del poeta, siempre cautiva de un éxtasis, un estado de exaltación incesante, un frenesí arrollador, de modo que nos extraviamos o nos quedamos atrás. Suele ocurrir también que Whitman suelta a chorro un terremoto de pasiones, donde la anáfora se repite indistintamente y cobra fuerza, con la sola interrupción de una coma o punto y coma; entonces el himno cantado a todo pulmón nos arrastra sin tregua a confines lejanísimos hasta que nos fatigamos y no podemos seguirlo. Abrir ese poemario supone el estallido de un baúl sin fondo que echa en todas direcciones escupitajos coloridos y frenéticos. Tal es el reino de Whitman.

            En conclusión, podemos destacar algunas de las señas particulares que, a mi juicio, ha alcanzado la poesía del norteamericano. En primer término, el uso del versículo sentaba las bases para que la voz del poeta tuviera la estatura de las Sagradas Escrituras, aunque no por ello se entregara ciegamente a los rigores de la religión. Su palabra era otra religión en que no estaba aminorado el poderío de los erótico y sensorial, de tal manera que el cuerpo era reivindicado. Whitman se sintió comprometido con la causa de su tiempo y por ello pregonó la noticia de que un país luminoso emergía en el Nuevo Mundo, y echó mano de las formas iniciales de la poesía para responder a ese llamado. El versículo serviría, a su vez, para sacralizar esa anunciación. Y luego la euforia, el entusiasmo sin medida, el arrebato desproporcionado cabalgaría a un paso apenas aprensible, cargando toda su obra de una electricidad fulminante, inmortalizándola hasta nuestros días.

Creo que de estas cualidades se desprende la trascendencia de Hojas de hierba, ese viaje magnífico que, semejante a la Odisea, regresa al hombre a sus raíces más caras. Y precisamente he mencionado la Odisea por el ingenio que ha hecho posible esa fusión entre la épica y la lírica. No solamente cantó Whitman las gestas de la guerra de Estados Unidos, ilustrando los esfuerzos y hazañas de los soldados como un novísimo Homero, sino que también acarició la paz de la ciudad y sus leyes, su orden pacífico, la belleza de los campos floridos, una vez que han quedado atrás los terribles embates de la lucha armada. En este sentido, creo que Whitman logró, con tremenda maestría, hacer la literatura tanto de los orígenes de la patria—la épica—como la de su consolidación civilizada—la lírica—, porque el individuo, para él, es el colectivo y viceversa. En cuanto al género de la ciudad, alguno estaría acaso tentado a mencionar la tragedia, pero la naturaleza whitmaniana buscaba más que nada el lado hermoso de su tierra, que no la fealdad y la miseria, aún cuando sus poemas no prescinden de éstos por completo. Y esa hermosura era la misma de la vida, la de él mismo, la de todos los hombres, porque al fin y al cabo lo abarcaba todo en ese vuelo sempiterno de plenitud y libertad. Desde allá arriba el leñador nos mira, sonriendo, y también desde el fondo de la tierra, hablándonos como un camarada lejano y cercano. Así es Walt Whitman, el predicador entusiasta, ancho como la naturaleza misma, y sin embargo cabe en un dedal. Su poesía, más que leerse, ocurre en nosotros.

 

Caracas, 11 de marzo de 2003.

 


1 Neruda, Pablo. Canto general. Barcelona: Seix Barral, 1994. p. 307

2 Whitman, Walt. Hojas de hierba. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1979. p. 71

3 Ídem. p. 11

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