Feeds:
Entradas
Comentarios

Posts Tagged ‘Piglia’

Todos tenemos una vida secreta.

Ricardo Piglia. Respiración artificial.

 

                                                                                      ricardo_piglia2_med1No cometeré la ligereza de decir que en este ensayo la novedad, si alguna hubiere, consiste en subrayar la evidente influencia que Jorge Luis Borges ha ejercido sobre un rebelde discípulo. Esto ya ha sido pregonado a los cuatro vientos y, como decía Geraldino Brasil, Repetir es detenerse donde otros llegaron.[1] Mi pretensión capital es tan sólo dar algunos ejemplos de ese infinito diálogoque hallamos entre Respiración artificial, la novela más emblemática de Ricardo Piglia, y algunas de las maníasde Borges. Pero basta de vanas digresiones y abordemos, sin mayor demora, el asunto que nos atañe.

Si, por un lado, las ficciones de Borges—el padre literario de Piglia—, crípticas e indescifrables, son de un hermetismo exasperante y a menudo ilegibles al lector que no conoce los goces del juego intelectual, por el otro la lectura de Respiración artificial da la impresión de algo inasible, informe, como el agua que se nos desliza por los dedos. Debemos a la perspicacia del lector avisado de nuestros tiempos el que este aspecto de la narrativa pigliana no pone en tela de juicio, al menos en principio, la presunta “solidez” de la novela que tiene entre sus manos. Sea como fuere, en ambos casos nos encontramos con un estilo que se niega a ser definido por la lectoría y la crítica. En una palabra, el valor que encontramos en los textos de Borges y Piglia obedecen, justamente, a su carácter contingente en términos del efecto que producen en los lectores. Sería redundante enumerar aquí las muchas relaciones de intertextualidad que nos ofrecen las obras de ambos a manos llenas: la predilección por la novela policíaca, el diálogo de géneros como recurso narrativo, el casi obsesivo gusto por el apócrifo y la erudición, las citas falsas, entre otras. No obstante, la indagación en algunos diálogos que entablan la escritura de Borges y la de Piglia podría ilustrar, hasta cierto punto, los puentes construidos entrambos y, al momento de su emancipación, destruidos por el “discípulo”—si es que decir esto no constituye una hipérbole fraudulenta—, con lo cual, estoy seguro, los aficionados al psicoanálisis freudiano se podrían frotar las manos en la búsqueda de un complejo de Edipo.

Digamos de una vez por todas lo que para nadie es un secreto: que no habría sido posible un Ricardo Piglia, autor de Respiración artificial, sin que hubiese habido un Jorge Luis Borges. No se trata aquí, desde luego, de un caso de imitación, sino de que aquél se me figura como uno de los interlocutores más comprometidos con el fenómeno Borges, aunque sabemos que estos enrevesados pasatiempos han alcanzado a autores contemporáneos como Stanislaw Lem—quien en su Vacío perfecto ha demostrado ser un verdadero continuador de la línea borgeana—, y hasta han salpicado El año de la muerte de Ricardo Reis de José Saramago. ¿Acaso hay quien todavía no ha reparado en que el libro leído por el protagonista, nada menos que un heterónimo de Pessoa, es The God of the Labyrinth de Herbert Quain, el escritor inexistente que es a Borges lo que Edmond Teste a Paul Valèry? Todo es apócrifo, hijo mío[2], es una de las primeras claves que nos ofrece la novela de Piglia en boca de Marcelo Maggi—mejor dicho, en pluma de Maggi, pues aparece en la primera carta que ésta le envía a su sobrino Emilio Renzi—, y así estamos advertidos de antemano.

Por lo que respecta a la influencia de Borges en Piglia, parecía previsible que éste, su hijo literario, hiciera en su libro alusiones a esta crianza de la que a la postre pudo deslastrarse. Sin embargo, confieso haberme impresionado del descaro, sin duda lúdico, con que una y otra vez aparece el precursor en las líneas del discípulo. Al respecto sólo puedo presumir que se trata del pequeño homenaje que este Edipo hace a un Layo que está a punto de matar sin saberlo.

El Sur es uno de los relatos que, en más de una ocasión, se puede leer en Respiración artificial. Veamos, pues, este guiño al lector con una cita de cada uno de los relatos:

 

Casi un año después yo iba hacia él, muerto de sueño en el vagón destartalado de un tren que seguía viaje hacia el Paraguay (…). Para mí era como viajar hacia el pasado (…)[3]

 

Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte (…) La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur.[4]

 

            Dahlmann y Renzi, indistintamente, viajan en un tren hacia el pasado. A la luz de esta información, ¿acaso no prefigura Emilio Renzi como una especie de Juan Dahlmann pigliano? Bien mirado, ambos parecen subordinados a la realidad literaria más que al mundo físico en que deambulan. Dicho de otro modo, pareciera que los dos observan el mundo como si fuese un gran libro abierto, y esto se advierte, por ejemplo, en la charla que sostienen Tardewsky y Renzi al salir del Club Social y en las impresiones de Dahlmann abordo del tren que lo llevaba a su fatal destino, a saber:

 

(…) Emilio piensa que lo único que existe en el mundo es la literatura, cuando se le pase, y espero estar para ver ese momento, me decía el profesor, le digo a Renzi, recién entonces se va a poder sacar de encima toda la mierda de la familia.[5]

 

También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.[6]

 

            Tanto en la óptica de Juan Dahlmann como en la de Emilio Renzi, el mundo real, tal cual lo conocemos, está marginado. Todo cuanto miran está matizado por el color del cristal con el que se asoman al mundo: la literatura. Al fin y al cabo, ¿no es El Sur un relato de las alucinaciones febriles que aquél sufría en un sanatorio de la calle Ecuador? Y aún más, ¿no contribuía la lectura de Las mil y una noches a estas pesadillas? Asimismo, sabemos que Dahlmann era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba, un empleo idóneo para alguien que tiene semejantes debilidades.

            Luego, hallamos también otros puentes de sentido que se tienden entre El Sur y Respiración artificial, pero esta vez en boca de Luciano Ossorio, mientras está relatando la muerte de su padre:

 

                  «Entonces mi padre murió en un duelo, por defender el honor de su padre», dijo el senador (…) «Se vistió de negro y fue a batirse en una quinta cerca del río. Jamás había manejado una pistola (…)»[7]

 

                        Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él (…). Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.[8]

 

            No sólo mueren Dahlmann y el padre de Luciano Ossorio de la misma manera, en un duelo, sino que ninguno de los dos era diestro en el uso del arma con que habrían de protegerse. Hay otra coincidencia: ambos mueren por un asunto de honor. Se trata de defender el honor del apellido, de la sangre que corre por sus venas. Recordemos que el abuelo materno de Juan Dahlmann había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel (…).[9] Una muerte heroica, como bien podemos ver. Así, pues, los mismos lazos de sangre que habían obligado a Dahlmann a no ensuciar la memoria de su abuelo eran los que urgían al padre de Luciano Ossorio a defender el recuerdo del abuelo de éste. El honor es lo que está en juego, y tan es así que Dahlmann no habría accedido al duelo de no ser porque el tabernero le ha llamado por su nombre, comprometiendo así su linaje entero en aquel momento decisivo. De haberse acobardado como un anónimo, se habría podido retirar tranquilo. Otra alusión clara a El Sur es que el bar al que entra Emilio Renzi para comprar cigarrillos, hacia el final de la novela, está llena de unos hombres que hablan el lunfardo de los gauchos, esos seres de otro mundo y otro tiempo que, también en una taberna, provocan a Juan Dahlmann al duelo.

            Por otra parte, no creo que hagan falta citas para advertir, en la ambigüedad o, si se quiere, en la dicotomía traidor-héroe de la figura de Enrique Ossorio, los ecos de La forma de la espada y  Tema del traidor y del héroe (Artificios, 1944). Pues bien, al ver todas estas coincidencias entre Borges y Piglia, pareciera que la palabra plagio asoma a los labios. Cierto es que mucho de lo que leemos en las páginas de Respiración artificial provienen de la fuente borgeana, y que en algunos casos—como veremos más adelante—son poco menos que citas al padre ciego que sentó las bases, no el edificio, de la narrativa pigliana. Pero hablar de plagio, en el caso que nos ocupa,  sería no sólo un disparate, sino un insulto a la inteligencia de Ricardo Piglia. A mi juicio, creo que él, lo mismo que Borges, tenía el secreto anhelo de que un lector atento reparase en estas coincidencias, más aún cuando ambos han problematizado el tema del plagio en polémicas y juegos de toda suerte. Si hay robo en la literatura, todos los escritores son ladrones, incluyendo al mismo Homero que se valió de los mitos para hacer sus obras inmortales, y ni hablar de Shakespeare, la mayoría de cuyas piezas teatrales eran reelaboraciones de relatos preexistentes. A decir verdad, es risible que sea justamente Piglia quien plagie al plagiador. El hijo del ladrón roba al padre, y así el maestro es superado por el discípulo. A propósito de esto, bástenos repetir aquel sabio refrán que reza así: ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón.

Creo que, por lo que respecta al plagio, resulta interesante leer lo que platicaban Borges y Sabato en aquellas tertulias memorables que recogió Orlando Barone:

           

Borges: (Medio en broma) ¡Pero yo creía que los laberintos eran una creación de los griegos!

 

Sabato: Pero no debe ser casual que usted, que no es griego, haya escrito tanto sobre los laberintos.

 

Borges: Lo mío es más bien un plagio. (Risas).

 

Sabato: Sí, pero se plagia lo que uno siente, lo que uno necesita. Además, todo es plagio y nada estrictamente lo es. Porque cada uno pone su propio espíritu, una tonalidad propia.

 

Borges: Acepto esa imposibilidad del plagio. Si Menard escribe el Quijote, no reescribe el Quijote sino una obra del siglo XX. A Cervantes, sin embargo, no se le hubiera ocurrido tomar una obra anterior y recrearla.[10]

 

            Vuelve entonces la pregunta: ¿ha robado Piglia a Borges? Sí y no. El robo de Piglia a Borges, si lo hubiere, es como el del niño que entra a la alcoba de su padre, mientras éste duerme, y le extrae unas monedas de la billetera para comprar golosinas. El niño, como a su edad le ocurrió al padre, sólo quiere jugar. En lo tocante a lo que decíamos anteriormente—esto es, que Emilio Renzi parecía encarnar la figura de un nuevo Dahlmann—, parecería que esta hipótesis se ha venido abajo al comprobar, poco después, que el padre de Luciano Ossorio estaba también marcado por ese hado funesto. Podríamos usar diversos argumentos para sostener que la segunda revelación no anula la primera. Casi me siento tentado a desenvainar aquel postulado de Heidegger, a propósito de la hermenéutica: el todo es la suma de sus partes más el todo. Sin embargo, hay otra espada que me gusta más y es el hecho de que, en la narrativa borgeana—y también hay muestras de ello en Piglia, como veremos en lo sucesivo—a menudo nos topamos con un personaje cualquiera que contiene a otros, a la manera de las muñecas rusas; o, en el peor de los casos, un personaje suele ser, en acto o en potencia, otros personajes. ¡Menudo juego ontológico!

            Ejemplo de ello lo vemos en El milagro secreto de Borges. Jaromir Hladík, autor de Los enemigos, da vida en su pieza a dos personajes que son el mismo:

 

(…) el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que vive y revive Kubin.[11]

 

He dicho en otro lugar que, en este relato, la pieza teatral de que se nos habla es una metáfora de la circunstancia de Hladík, a minutos apenas de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. El delirio circular que vive y revive Kubin también es, por analogía, el delirio circular de Juan Dahlmann, quien nunca ha salido del sanatorio y sólo ha tenido alucinaciones. Con ejemplos similares podemos seguir hasta el infinito, como suele suceder con todo lo referente a Borges, pero mostremos sólo un caso más de identidad compartida en la narrativa borgeana, de modo que se vea que lo anterior no es un caso aislado y sirve también de pretexto secreto a Piglia. Lo descubrí anoche, por azar, y me parece un tesoro de hallazgo. Fue tal mi sorpresa que creí que se trataba de un error del propio Borges, pero, al releer el contexto en que aparecen estos fragmentos, descarté del todo esta posibilidad. Lo que sigue, parte de lo cual me he tomado la libertad de resaltar con el subrayado (la parte que nos interesa),  son fragmentos extraídos de los relatos El Sur (Artificios, 1944) y El hombre en el umbral (El Aleph, 1949), respectivamente.

 

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad.[12]

 

            Cinco años después se publicaba lo siguiente:

 

En el último patio se celebraba no sé qué fiesta musulmana; un ciego entró con un laúd de madera rojiza.

A mis pies, inmóvil como una cosa, se acurrucaba en el umbral un hombre muy viejo. Diré cómo era, porque es parte esencial de la historia. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Largos harapos lo cubrían, o así me pareció, y el turbante que le rodeaba la cabeza era un jirón más.[13]

 

            De modo, pues, que el gaucho enigmático de El Sur, metáfora de esa región del pasado al que ha viajado Dahlmann, el mismo que le arrojó a éste la daga con la que habría de batirse a duelo con el compadrito que le había provocado, no es otro que el hombre en el umbral, personaje del relato que lleva el mismo título. Y podía serlo, en efecto, porque estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. De la provincia argentina ha pasado al remoto país de la India, lugares y tiempos diferentes. A diferencia de los casos anteriores, el último no es una alegoría del primero, sino que son uno y el mismo, con la única diferencia de rigor que el vestuario de la época impone al contexto. En uno y otro caso, su rostro es indescifrable, su identidad permanece oculta. Ese personaje, claro está, es un absoluto.

Pero ¿cómo se manifiesta esta identidad común de los personajes o identidad compartida, si se quiere, en los seres que pueblan Respiración artificial? Me vienen a la mente dos casos, cuando menos, en Respiración artificial que sirven para ejemplificar este punto. El primer caso es el dúo Marcelo Maggi-Pophan. El segundo es el dúo Parnell-James Joyce.

 

Haced que el país antes orgulloso de él no lo insulte ahora, decía Pophan (…) Te saluda: el profesor Marcelo Maggi Pophan. Educador. Radical sabattinista. Caballero irlandés al servicio de la reina. El hombre que en vida amaba a Parnell, ¿lo leíste? Era un hombre despectivo pero hablaba doce idiomas. Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales?[14]

 

            Leemos arriba unos fragmentos de la primera carta que Marcelo Maggi le escribió a su sobrino Emilio Renzi. Aunque esto, a simple vista, se nos aparece como una simple broma, vemos que Marcelo Maggi se identifica como Pophan. Dicho de otro modo, asume dos identidades, configurando así la unidad del dúo Marcelo Maggi-Pophan. Después aparece un dato de suma importancia: Maggi termina la carta con el problema en torno al cual presuntamente giraban los pensamientos de Parnell: ¿cómo narrar los hechos reales? Leamos ahora esta joya que le dice Emilio Renzi a Tardewski mientras caminaban hacia el hotel, y que configura la unidad Parnell-James Joyce:

 

En el fondo, dijo después, Joyce se planteó un solo problema: ¿Cómo narrar los hechos reales?[15]

 

            Siguiendo con la idea de la identidad compartida, acabo de recordar otros casos en que nos resulta evidente. Aparece entre uno de los consejos que Maggi le había dado a Tardewski, y que éste, a su vez, le cuenta a Renzi:

 

Hay que pensar en contra de sí mismo y vivir en tercera persona[16].

 

            He aquí otro ejemplo, magnificado con una imagen terrible y poderosa:

 

Ve ese hombre ahí, ese gordo, de campera, se emborracha todas las noches, siempre solo, y mantiene una extraña dignidad (…) Limpiando una escopeta había matado a su mujer con la que llevaba tres meses de casado. Le dije que sin duda había sido un accidente y no un crimen, porque nadie mata a la mujer con quien se ha casado hace tres meses de esa manera, con un tiro de escopeta en la cara, salvo que esté loco (…) Después de los treinta, le digo, ya no somos otra cosa que una triste amalgama de ilusiones y de mujeres a las que hemos matado con un tiro de escopeta.[17]

 

            Hemos visto, pues, cómo de algún modo alegórico o metafórico, sea como fuere, existen en la obra de Ricardo Piglia personajes que participan de la identidad de otros. Pero quizá, en lo tocante a los personajes, el caso más simbólico y al mismo tiempo patético es la transformación que, a la manera de un Quijote contemporáneo, sufre Marcelo Maggi en su tentativa de reconstruir la figura de Enrique Ossorio con los documentos que le ha confiado Luciano Ossorio, y que en cierto modo ya se anunciaba en la plática que sostuvo Renzi con Maier en el Club Social. Veámoslo en retrospectiva:

 

En un sentido, dijo después, este libro es la autobiografía del profesor. Éste era el modo que tenía él de escribir sobre sí mismo.[18]

 

            Lo anterior aparece en la última página de la novela, cuando Tardewski le entrega a Renzi los documentos, insinuando con ello que él debe continuar la obra inconclusa sobre Ossorio. A estas alturas, la identidad de Maggi se ha disipado. Jamás aparece en persona, sólo por escrito, y a la postre no alcanza a conocerlo en persona su sobrino. Lo que ha ocurrido con Maggi, decíamos, es lo que ya parecía profetizarse en el Club Social:

 

Claro; la teoría de la relatividad. La presencia del observador altera la estructura del fenómeno observado.[19]

 

            Me parece recordar (o el olvido, de ordinario hiperbólico, así me lo presenta) que hay teorías de física cuántica que alegan no sólo el antedicho postulado, sino también que, en cierto modo, el sujeto se objetiviza y el objeto se subjetiviza. En consecuencia, al final de la novela, Marcelo Maggi era, a su manera, Enrique Ossorio. Lo mismo le ocurre a Luciano Ossorio, quien, por estar tantos años sentado a una silla de ruedas, ésta se convierte ya en parte de su cuerpo. Y no sólo eso, sino que él mismo compara su desdichada suerte, su condición de paralítico, con los males que carcomen a su país.

 

Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba con la morfina que le daban para aliviarle el dolor.[20]

 

Por último, para terminar con este punto, cabe resaltar las transformaciones del mismo narrador de Respiración artificial, que nunca es omnisciente y se pone las máscaras de los personajes (en algunos casos el narrador es Emilio Renzi, luego es Tardewski) y se diversifica, se diluye entre los muchos remitentes y destinatarios de la correspondencia que el enigmático Arocena revisa meticulosamente, intentando descifrar mensajes ocultos, como yo lo hago ahora con la narrativa borgeana y pigliana. Así veremos que, en diversas partes de la novela, el autor se refiere al mismo personaje a veces en primera persona; otras, en segunda y algunas en tercera. De ahí también que el Ser de Respiración artificial, por hablar en términos ontológicos, no ostenta esa inmutabilidad de la realidad inteligible que postulaba Parménides, sino que, al contrario, la novela fluye en su devenir como el río de Heráclito. De modo que el discurso que encontramos en la obra se pasea por los géneros de la novela, la historia, el diario íntimo, el epistolario, la biografía, etc.

            Y, sin embargo, no contento con eso, la jugarreta de Ricardo Piglia llega aún más lejos. No le basta “plagiar” personajes y fragmentos de tramas borgeanas. No le bastan las monedas que hurta de la billetera del padre para las caras golosinas que pretende consumir. En suma, no le basta insinuar, con ese aire lúdico y paródico que subyace en cada línea de Respiración artificial, que puede jugar los mismos juegos que su precursor literario, sino que empieza paulatinamente a adueñarse de todo Borges, a transfigurarlo, a distorsionarlo. En una palabra, sus “robos” van más allá de lo literario y se da el lujo de robarle trozos de la vida a Borges. Su desafío, su emancipación de hijo pródigo es cada vez mayor y ahora codicia el íntimo mundo de la biografía y hace suyas anécdotas de Borges. En los fragmentos que mostraré más abajo, de una similitud por demás escandalosa—y, por eso mismo, pruebas irrebatibles del genio irreverente de Piglia—, la primera de cada par de citas corresponde a las conversaciones entre Borges y Sabato y la segunda a Respiración artificial. Cabe advertir que, si bien algunos de estos “plagios” no han sido hechos directamente de lo dicho por Borges (en algunos casos corresponden a palabras de Sabato) sí lo son del contexto de estas tertulias. Alarmantes robos, casi citas, una sucesión de paráfrasis, en el mejor de los casos, de estas charlas entre el titán invidente y el legendario autor de El túnel.

 

  1.  

Borges: Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.

 

Sabato: Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América”. Título a ocho columnas.

 

Borges: (Sonriendo) Sí…creo que sí.[21]

 

Tampoco comparto tu pasión histórica. Después del descubrimiento de América no ha pasado nada en estos lares que merezca la más mínima atención. Nacimientos, necrológicas y desfiles militares: eso es todo.[22]

 

  1.  

Las anécdotas de Xul son recordadas durante un buen rato, suscitando la risa de todos. Borges cuenta que los juegos de Xul eran cambiantes y que a medida que se iba jugando iba creando nuevas reglas. Sabato evoca una disparatada partida con el “panajedrez” de Xul, entre él, Sabato, y el doctor Vita Finzi (el primer traductor de Borges al italiano, así como también traductor de dos novelas de Sabato). El panajedrez, con doce cuadros, era tan complicado que tuvieron que jugarlo bajo la dirección, a veces indecisa, de Xul, hasta la tercera jugada, en que ya no se pudo seguir adelante, tan complicada era la situación. Las piezas eran múltiples y de raras cualidades: un caballo que comía un alfil adquiría automáticamente los atributos de la pieza devorada, con efectos devastadores e imprevisibles.[23]

 

Anoche, por ejemplo, me quedé hasta la madrugada discutiendo con Tardewski, mi amigo polaco, ciertas modificaciones que podrían introducirse en el juego del ajedrez. Hay que elaborar un juego, me dice, en el que las posiciones no permanezcan siempre igual, en el que la función de las piezas, después de estar un rato en el mismo sitio, se modifique: entonces se volverán más eficaces o más débiles. Con las reglas actuales, dice, me escribe Maggi, esto no se desarrolla, esto permanece siempre idéntico a sí mismo. Sólo tiene sentido, dice Tardewski, lo que se modifica y se transforma.[24]

 

  1.  

                        Borges: (…) Sin embargo, sé que Lugones es a Darío lo que Quevedo es a Cervantes. Sin duda, Lugones habría podido corregir cualquier página de Darío, pero no hubiera sido capaz de escribirla. Eso tenía Cervantes de superior a Quevedo.[25]

 

                        Cita de Borges, dijo Marconi: descolorida república. Cualquier maestra de la escuela primaria, incluso mi tía Margarita, dijo Renzi, puede corregir una página de Arlt, pero nadie puede escribirla.[26]

 

            No sólo sabemos, en última instancia, que el hijo pródigo de Borges ha mencionado a éste no pocas veces en su huida de casa, sino que incluso ha creado un alter ego, Marconi, con quien discutir en labios de Emilio Renzi. Aquél, defensor acérrimo del autor de Fervor de Buenos Aires, difícilmente puede disimular su escándalo al oír lo que Renzi tiene que decir sobre Borges. He aquí la archiconocida guinda en el pastel del controversial diálogo:

 

                  La literatura argentina está difunta. Digamos entonces, dijo Marconi, que la literatura argentina es la difunta Correa. Sí, dijo Renzi, no está mal. Es una correa que se cortó. ¿Y cuándo?, dijo Marconi. En 1942, dijo Renzi. ¿En 1942?, dijo Marconi, ¿justo ahí? Con la muerte de Arlt, dijo Renzi. Ahí se terminó la literatura moderna en la Argentina, lo que sigue es un páramo sombrío. Con él, ¿terminó todo?, dijo Marconi. ¿Qué tal? ¿Y Borges? Borges, dijo Renzi, es un escritor del siglo XIX.[27]

 

                              La apreciación es sólo peyorativa en apariencia. Renzi no quiere decir que, por ser del siglo XIX, Borges es un anticuado. Al contrario, quiere decir que Borges asesina las letras anticuadas del siglo XIX:

                 

                  Todo lo cual no es más que un modo de decir, dice Renzi, que Borges debe ser leído, si se quiere entender de qué se trata, en el interior del sistema de la literatura argentina del siglo XIX, cuyas líneas fundamentales, con sus conflictos, él viene a cerrar, a clausurar. De modo que Borges es anacrónico, pone fin, mira hacia el siglo XIX. El que abre, el que inaugura, es Roberto Arlt. Arlt empieza de nuevo: es el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX.[28]

 

            Cervantes acabó con los libros de caballerías. Pierre Menard acabó con Cervantes. Borges acabó con el siglo XIX. Roberto Arlt inauguró el siglo XX. ¿Qué pretende Piglia? ¿Qué trama este hijo pródigo, esta oveja negra y descarriada que aún no se dispone a volver a casa? Creo entreverlo. Piglia es a Borges lo que Pierre Menard a Cervantes. Igual que Herbert Quain, él también está jugando a ser Edmond Teste. Como lo hizo Saramago a su modo, en el oculto homenaje a Pessoa titulado El año de la muerte de Ricardo Reis, el mismo Ricardo Reis que lee uno de los libros apócrifos del inexistente Herbert Quain, quiere dar vida a los juegos de su precursor, pero ya no quiere obedecer. Me entretiene pensar, aunque sé que es una hipérbole, que  Respiración artificial es, a Ricardo Piglia, su Carta al padre de Kafka. No importa si todo esto es cierto. No importa si todo esto es falso. De cualquier modo, estas palabras no son más ni menos ciertas que las dichas por Renzi sobre Borges. Esto es sólo un juego. Al fin y al cabo, como un Tiresias que advierte a Edipo su destino, el también ciego Borges, en Kafka y sus precursores, le ha susurrado a su rebelde discípulo Piglia el mayor de los secretos: El hecho es que cada escritor crea a sus precursores.[29]

 

Caracas, 21 de diciembre de 2004.

[1] Brasil, Geraldino. Poemas útiles. Editorial Universidad de Antioquia. Traducción de Jaime Jaramillo Escobar. Medellín, 1999. p. 86

[2] Piglia, Ricardo. Respiración artificial Editorial Anagrama. Barcelona, 2001. p.17

[3] Ídem. p.19

[4] Borges, Jorge Luis. Obras completas Emecé Editores. Buenos Aires, 1978. p.p. 527, 528

[5] Op. cit. Piglia. p.145

[6] Op. cit. Borges. p. 527

[7] Op. cit. Piglia. p. 50

[8] Op. cit. Borges. p. 530

[9] Ídem. p. 525

[10] Diálogos Borges-Sabato Compaginado por Orlando Barone. Emecé Editores. Buenos Aires, 1997. p.p. 160, 161

[11] Op. cit. Borges. p.510

[12] Ídem. p. 528

[13] Ídem. p. 613

[14] Op. cit. Piglia. p.p. 17, 19

[15] Ídem. p. 148

[16] Ídem. p. 111

[17] Ídem. p. 110, 111

[18] Ídem. p. 218

[19] Ídem. p. 118

[20] Ídem. p. 22

[21] Op. cit. Borges-Sabato. p.12

[22] Op. cit. Piglia. p. 20

[23] Op. cit. Borges-Sabato. p.104

[24] Op. cit. Piglia. p. 24

[25] Op. cit. Borges-Sabato. p. 56

[26] Op. cit. Piglia. p. 134

[27] Ídem. p. 132

[28] Ídem. p.p. 132, 133

[29] Op. cit. Borges. p. 712


Read Full Post »