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Posts Tagged ‘Conversación’

El más fructuoso y natural ejercicio

de nuestro espíritu es, a mi parecer, la conversación.

 

Miguel de Montaigne. Ensayos.

 

            conversacion                                                               

            La buena conversación es un deleite que, por desgracia, no se encuentra a la vuelta de la esquina. Si en el transcurso de un día se logra entablar tan sólo una que merezca la pena—quiero decir, una conversación que no obedezca a fines meramente pragmáticos—, entonces uno puede tenerse por afortunado, pues son tantas las amenazas que se ciernen sobre el diálogo que, en los tiempos que corren, sostener uno interesante es un bien inapreciable. No acaba de sorprenderme el hecho de que, a pesar de vivir en un siglo en que la tecnología ha creado puentes de comunicación otrora inimaginables, y que mejoran cada día, sin embargo la calidad de la comunicación interpersonal ha decaído considerablemente. Pareciera que el hombre moderno está tan informado de todo que no tiene nada que decir, o si lo tiene, es muy torpe para expresarlo. Al respecto de este problema, Borges cuenta una anécdota que no es muy alentadora.

 

En España, y aun aquí, en la Argentina, se puede conversar todavía (…) En Estados Unidos no se puede dialogar ni con un profesor. Yo he estado en una comida y una señora me dijo (…): «Yo soy profesora también». «¿Y usted qué enseña?». «Yo enseño conversación». Yo pensé que sería conversación en castellano, o en alemán, o en sueco…«No, conversación en inglés. Mis alumnos tienen una media de 25 años. Se ha juzgado necesario». Y yo me di cuenta que tenía razón. La gente dice, por ejemplo: «Yeah»… «Okay»… una serie de sonidos básicos, así; y se acabó. De modo que tienen que enseñarles a conversar.[1]

 

No basta, para conversar, tener cierta disposición de ánimo; es necesario también que las circunstancias sean propicias. Sin embargo, las gentes suelen ocuparse de los asuntos cotidianos entre tales apremios de tiempo que la inmediatez ha sustituido la calidad. Si, por el contrario, disponen de tiempo, muchos prefieren emplearlo en otras actividades, de modo que gastarían de buena gana grandes sumas de dinero en goces artificiales, en lugar de abandonarse a una plática que no les costaría un céntimo. Conozco personas a quienes les bastaría un apagón para sacarlos de quicio. A mí, por el contrario, me parece que el inesperado apagón tiene su encanto, más aún si se está en buena compañía. En la penumbra, se respira un aire de intimidad que nos acerca de manera especial a nuestros interlocutores. Hay un no sé qué de confidencia que no siempre tiene lugar con la luz encendida. Una vez que los rostros y los gestos han desaparecido, la persona que habla no es más que una voz en la sombra. Quizá por eso aguzamos el oído para detectar todos los accidentes del discurso, tales como el ritmo, el tono, y dejamos volar la imaginación para descifrar el gesto anónimo que acompaña esas palabras. Y las pausas, que hasta entonces sólo eran lugares vacíos, se llenan de significado.

 

Es increíble cuánto gana los ánimos de los hombres la suavidad y dulzura de la conversación.[2]

 

 

De mí puedo decir que, si bien suelo ser reservado entre las personas a quienes trato por vez primera, me muestro abierto con aquellos por quienes siento afecto. Una vez que se rompe el hielo, me siento más seguro y hablo con mayor soltura. Desde luego que no todos los casos son iguales y a veces se requieren de varios encuentros para alcanzar cierta familiaridad con algunos interlocutores. Quizá por eso es comprensible, como lo han confesado algunas de mis amistades, que al conocerme no se llevasen una buena impresión de mí, al punto que jamás imaginaron que, con el tiempo, llegaríamos a ser amigos tan cercanos. Ignoran que mi laconismo, en aquellas primeras conversaciones, no era un gesto de rechazo. Sucede que, cuando se entabla una conversación en mi presencia y no conozco bien a alguno de los hablantes, tiendo a recogerme en mí mismo para evaluar la situación. Observo con detenimiento los ademanes, el énfasis que ponen en ciertas palabras, y hago una lectura minuciosa del lenguaje corporal que las acompaña. He evitado la conversación de algún individuo sólo porque, la primera vez que le oí hablar, su mirada me dio mala espina. Reconozco, desde luego, que esta actitud no está exenta de prejuicios, pero tengo para mí que raras veces me equivoco. No pocas veces he comprobado, en labios de terceros, que aquél era un hipócrita o un charlatán, con lo cual me he sentido aliviado de haber confiado en mi intuición.

Quienes me conocen bien, podrán decir mejor que yo cuán insaciable soy en las conversaciones, especialmente en aquellas que involucran abstracciones cuya dilucidación requiere de cierto esfuerzo intelectual. Cuando estoy en confianza con mi interlocutor, puedo pasarme toda la noche filosofando hasta bien entrada la madrugada, y muchas han sido las veces que sólo la luz de la mañana ha interrumpido aquellas discusiones bizantinas, pues, de lo contrario, la casa habría podido caérsenos encima y esto apenas hubiese sido una breve digresión. He dicho discusiones bizantinas porque, en tales casos, los interlocutores saben de antemano que no podrán resolver los eternos problemas que arrugan el entrecejo del pensador de Rodin, pero existe entrambos un pacto tácito y la voluntad inquebrantable de buscarle la quinta pata al gato. Una conversación holgada, rica en digresiones pertinentes, es un ejercicio de espíritus graves.

Naturalmente, me entusiasma un buen debate. Se me ha dicho, a este respecto, que cuando se tocan ciertos temas, mis opiniones tienden a ser muy tajantes. Asimismo, se me ha reprochado el ser tan directo en mis observaciones. Es cierto. No negaré que en más de una oportunidad, sin intención de hacerlo, he herido la sensibilidad de alguno y he causado situaciones incómodas. Sólo puedo decir que, si bien prefiero callar entre los necios, no puedo hacerlo con las personas que me son caras y los temas que me conciernen. No de otro modo demuestro mi preocupación por tales asuntos, y, en lo tocante a este rigor que tanto se me cuestiona, no espero menos de quienes se tratan conmigo. Cuando urgía hacerlo, me he tomado la libertad de leerle la cartilla a mis allegados con el mismo desenfado con que ellos lo han hecho conmigo, sin que ello haya ido en detrimento de la amistad. He pagado el precio de decir lo que pienso, mas creo que más vale ser repudiado por la honestidad que por la mentira. He tratado con al menos dos mitómanos, y con toda franqueza puedo decir que son sujetos insoportables. Abusan de la buena fe de todo aquél que tenga la mala suerte de trabar amistad con ellos. Pues los seres humanos nos comunicamos con palabras, y sólo por medio de ellas el mundo es inteligible, quienes no abren la boca sino para engañar están condenados a quedar solos, tarde o temprano.

Se me dirá que soy quisquilloso o chapado a la antigua, pero me desagrada que no haya contacto visual durante las conversaciones, salvo en aquellos casos que sea inevitable. No me fío demasiado de quien no mira a los ojos al hablar. Por otro lado, el oyente que nunca mira al hablante incurre en una falta de atención y una descortesía. La conversación no es sólo el modo más natural que tiene el hombre de relacionarse con sus semejantes; es un arte que, infortunadamente, ha caído en manos de los chapuceros.   

 

Caracas, 3 de agosto de 2005.

 


[1] Op. cit. Peicovich. Págs. 35, 36.

[2] Cicerón. Los oficios. Libro segundo. Capítulo XIV.           

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