Feeds:
Entradas
Comentarios

Posts Tagged ‘Embriaguez’

Un encuentro fortuito

Parece que nada hay a que la naturaleza

nos haya encaminado tanto como al trato social.

 

Miguel de Montaigne.

 

            Fue el domingo 5 de enero, el día siguiente de mi llegada de provincia, adonde había ido con mi familia a pasar las vacaciones decembrinas. Arreciaba el sol de mediodía que chamusca la piel y acalora las entrañas del trópico. Tras el volante de mi Ford, hacía un rato que conducía de un lado a otro de la ciudad en busca de gasolina sin plomo, que por entonces era un bien de preciadísimo valor. No me atrevía a llenar el tanque de combustible con plomo, pues se rumoraba que dañaba el catalizador de los automóviles, y, pues no tenía mucho dinero, ni siquiera me pasaba por la cabeza hacer una adquisición costosa entre los usureros del mercado negro. Bordeando la Ciudad Universitaria, divisé el oasis en medio de aquel desierto de escasez. La gasolinera Shell, en la esquina de Cajigal y Paseo de Los Ilustres, estaba operativa y mis ojos se abrieron, como los de un chiquillo que mira el juguete deseado, al advertir el camión de gasolina que, con sus grandes letras que rezaban “Inflamable”, suponía el bálsamo de todos los pesares.

            Aunque la hilera de vehículos se extendía más allá de la intersección de la avenida Victoria, felizmente me estacioné al final de la cola, tranquilo de saber que no tendría que seguir buscando en vano. Un rato después mi estómago hacía los reclamos de rigor. El conductor del automóvil que estaba detrás del mío, que se había bajado y fumaba un cigarrillo, me dijo que, si quería, podía ir un momento a la panadería mientras él cuidaba del puesto. Así lo hice y, al volver, comenzamos a platicar. Se llamaba Rómulo Ferrer y durante la conversación advertimos que entrambos había muchas amistades en común. Compartimos anécdotas de provincia, indagamos en nuestros árboles genealógicos y, un tanto sorprendidos, pensamos que muy probablemente éramos familiares, aunque lejanos. No había duda de que el azar nos había obsequiado una grata oportunidad de amigar.

            Conversando de esto y aquello, las horas transcurrieron agradablemente y apenas si recordábamos el motivo por el que estábamos ahí. Una vez que llegamos a la gasolinera y llenamos sendos tanques, Ferrer me invitó a su departamento y accedí gustoso. Mientras alargaba la vista a la enorme ciudad, sentado a la mesa del balcón, Ferrer trajo una botella de champaña y la tertulia, ya convertida en ave, aleteaba y alzaba vuelo para adueñarse del aire. Compartimos biografías, anécdotas, oficios, desamores. Cayó la noche, el anfitrión preparó unos deliciosos champiñones al vino, y cuando las estrellas agujerearon el cielo caraqueño, ya no éramos los extraños que fumaban junto a la portezuela de los vehículos en la cola de la gasolina. Éramos dos compañeros que abrían sus corazones a la amistad.

            Hubo llanto y risa, añoranza y rabia, nostalgia y melancolía. Hubo todo lo que de ordinario requiere años para nacer entre dos camaradas que comparten la vida. Una tras otra se vaciaban las botellas y el cenicero desbordaba de cigarrillos. Ferrer me dio un discurso inapreciable sobre cómo domar el espíritu silvestre de ciudad capital y me explicó, con postulados casi filosóficos, los hondos motivos por los cuales orinaba en el lavamanos, en lugar del inodoro. Al conocer mi vocación literaria, se burló de lo inmensamente cursis que éramos los poetas, pero también me confió sus secretos más íntimos. El viento de la noche nos refrescaba las almas y los latidos de Caracas sonaban al unísono con los nuestros.

            Cerca de la medianoche, tras chocar innumerables copas y hablar toda suerte de disparates, era preciso reconocer que estábamos borrachos hasta la médula. Tendidos cada uno en un sofá, boca arriba, mirábamos el techo raso en absoluto silencio. Aunque evitábamos movernos y hablar para que el organismo no se rebelara contra nosotros, pudo más el cuerpo que la resistencia y Ferrer me anunció, con la sabiduría resplandeciente del profeta, que debía ir a vomitar. Aún inmóvil en mi sofá, sin quitarle la vista a las grietas del techo, lo imaginaba convulsionándose en el cuarto de baño y, al oír aquel horrible estruendo, estallé en carcajadas. Un rato después volvió, más aliviado, y aunque no sentía náuseas, comprendí que tarde o temprano yo tendría que hacer lo mismo. Entonces entré en el baño, que apestaba a entrañas ajenas, me hinqué de rodillas frente al inodoro y me empujé el dedo índice hasta el fondo de la garganta. Los champiñones y no sé cuántas copas de vino se habían desperdiciado.

            Ya de regreso en el estar, me tumbé de nuevo en el sofá, como lo hizo Ferrer en el suyo, y permanecimos así algunas horas. Abrí los ojos a las tres de la madrugada, un tanto exaltado, y comprendí que me había dormido. Aparatosamente me puse de pie, me despedí de mi amigo y caminé hasta la puerta. Pero antes volví la mirada al balcón, donde dos confidentes hermanaron una noche impredecible, y tras el volante de mi Ford, oyendo palabras ininteligibles de un locutor de radio, volví a pasar frente a la gasolinera Shell del Paseo de Los Ilustres, y sonreí.

 

Caracas, 18 de febrero de 2003.

 

Read Full Post »