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De la lectura

 

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura,

que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro,

y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer

se le secó el celebro de manera, que vino a perder el juicio.

 

Miguel de Cervantes. El Quijote.

 

images5Si mi casa estuviese en llamas y me fuese dado salvar sólo algunas de mis pertenencias, entre ellas estarían, sin duda alguna, mis libros. Puedo arreglármelas sin muchos de los bienes materiales que los usos de la vida moderna hacen parecer imprescindibles, pero me costaría mucho reponerme de perder mi biblioteca, pues me es tan cara que me sentiría desamparado ante la sola idea de renunciar a ella. Sé que esto podría parecer insólito a muchas gentes. A esas personas sólo puedo decirles que la estupefacción es mutua.

A menudo pienso que los lectores son una especie en extinción. Por fortuna, todavía no ha desaparecido del todo. Aún se les puede ver, el rostro oculto tras la cubierta de un libro, sentados en el banco de la plaza, en la mesa del café de la esquina o bajo la sombra de un árbol centenario. Algunos caminan demoradamente por Madrid, con aire soñador, y se detienen a ver los títulos en los tarantines de la calle San Bernardo. En Caracas pululan por los alrededores del Ateneo, husmeando como sabuesos un volumen olvidado, o regateando en Fuerzas Armadas. No corren ningún peligro en Buenos Aires o Barcelona, pues, ora en Palermo, ora en Las Ramblas, se sienten a sus anchas.

            Los buenos lectores son una minoría. Los lectores de literatura, quiero decir, que de periódicos los hay en demasía, y de los mediocres, aunque puedan recitar La Divina Comedia de memoria, no tienen nada que hacer aquí. Los lectores de que hablo son de un linaje antiguo que se niega a morir. Han sobrevivido a la prisa del mundo moderno, al ajetreo de la vida cotidiana, y, desconfiando de nuestra era de la información, todavía son capaces de apagar el televisor, recogerse en el estudio y abandonarse a las derivas del alfabeto. También yo he embestido estos molinos de viento. También yo, con la nariz pegada a la vitrina de una librería, he empañado los cristales de la fantasía. No me avergüenza decir que soy de la misma estirpe.

 

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;

                                                                            a mí me enorgullecen las que he leído[1].

 

            A buen seguro, el origen remoto de mi afición a la lectura se remonta al día y las circunstancias de mi nacimiento. Mi madre, que tenía una matriz infantil que rechazaba al feto como si fuese un cuerpo extraño, sufrió contracciones desde el primer mes de embarazo. Además padecía de un soplo en el corazón. El médico le advirtió que en tales condiciones no soportaría el parto, pero ella insistía en traerme al mundo a pesar de todo. Tras muchos conatos de aborto, dos declaraciones de muerte clínica y luego de haber escapado varias veces de la sala de parto, pues aún no se cumplía el período de gestación, al octavo mes mi pobre madre daba a luz a una criatura que, de haber nacido antes, no habría sobrevivido. Con todo, fui un bebé prematuro y, dado que mis pulmones no se habían desarrollado lo suficiente, nací con el estigma del asma que me ha acompañado toda la vida.

            Mi condición de asmático, naturalmente, era una limitación. Un niño que padece este mal no comprende porqué no puede igualar las hazañas de sus amigos o corretear por un tiempo tan prolongado. Recuerdo, con cierta vaguedad, que durante algún tiempo hice gimnasia. Eso me gustaba pues exigía precisión, pero no un esfuerzo sostenido indefinidamente. Un día el entrenador le preguntó a mi madre si consentiría en que se me preparase con miras a las Olimpíadas. Ella se asustó y ahí se esfumaron mis medallas de oro. Mi madre, que no quería desalentarme, me metió en un equipo de fútbol infantil. Aquello era demasiado para mí. Correr tras una pelota de un extremo de la cancha al otro suponía un esfuerzo ciclópeo. Pues me fatigaba demasiado pronto, tenía que resignarme a quedarme en mi sitio y sólo corría si era absolutamente necesario o cuando me pasaban la pelota. Además, en la refriega me desorientaba y, desesperado por hacer algo que mereciese la pena, le daba puntapiés a la pelota sin reparar en que anotaba goles en la portería de mi equipo. Ya en la adolescencia, que es una edad tan vulnerable y estúpida, el entrenador nos ponía a correr alrededor de la cancha de fútbol. Siempre me quedaba rezagado con los muchachos obesos. Me avergonzaba tener que explicarle al entrenador porqué aminoraba la marcha y caminaba tranquilamente sin que él hubiese tocado el silbato del descanso.

El baloncesto ha sido el único deporte que me gustase lo suficiente como para practicarlo con verdadero placer, pese a que mis pulmones siempre estaban a punto de reventar al final de los partidos. Tendría unos trece años y casi todos los fines de semana me reunía con mis amistades de provincia a jugarlo. Ahora sé que aquella fiebre del baloncesto no era un interés por el juego en sí mismo. Sólo lo practicaba por emular a Michael Jordan, mi ídolo del momento. Las paredes de mi alcoba estaban llenas de afiches del hombre que volaba y jamás me perdía un partido de los Chicago Bulls. Superada esa etapa, por lo demás frustrante, no había más remedio que aceptarlo. Había fracasado como deportista y tenía que hacerme a la idea de que jamás me destacaría en las actividades físicas.

Así las cosas, estaba destinado que mis ratos de ocio se poblaran de libros. Seguramente es también ahí donde está la raíz de mi predilección por el ajedrez. Hoy lamento no haber cultivado el hábito de la lectura más temprano. Mi madre dice que yo leía de niño, pero no recuerdo nada de mis lecturas de entonces. No fue sino hasta la adolescencia, o poco antes, que me interesé realmente por los libros. Aunque es posible que hasta entonces no me hicieran mucha falta, pues siempre tuve una gran imaginación. Mi hermana recuerda que me gustaba jugar solo a la guerra y se asombraba de oírme hacer las diferentes voces de los combatientes. Tal parece que mi imaginación me bastaba para divertirme a solas. Yo era el dramaturgo, los actores y el público; en una palabra: el demiurgo de mi propio mundo, así que un libro era en aquella época un objeto baladí.

            Sea como fuere, de las primeras obras literarias que cayeron en mis manos, La vuelta al mundo en 80 días me cautivó enseguida. Philleas Fogg fue mi primer héroe de papel. Debo de haber leído la novela tres veces, cuando menos. Aquel dandy imperturbable, parco de palabras, puntual hasta el paroxismo, que sólo abría la boca para decir lo estrictamente necesario, me producía una fascinación inusitada. Andando el tiempo, al releer la obra, creo haber desentrañado los motivos de aquella identificación con el personaje. No se trataba de esa aureola de hombre refinado, conocedor de todas las artes del encanto; cualidades que, por supuesto, conquistan a cualquier lector. Nos unía algo más profundo. Marginado de las extenuantes diversiones de la infancia, las palabras de Julio Verne cobraban un sentido muy íntimo.

 

Su único pasatiempo era leer los periódicos y jugar al whist. Solía ganar en este juego, tan apropiado a su natural (…) Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatiga, condiciones ambas que convenían mucho a su carácter.[2]

 

            Comprendí entonces que debía seguir el ejemplo de Philleas Fogg, y pues a todas luces se veía que de mi cuerpo no podría sacar gran provecho, era menester cultivar la mente y el alma. De la noche a la mañana me deshice de mi colección de tiras cómicas y, decidido a hacerme con tantos libros como pudiera conseguir, empecé a llenar mi biblioteca de autores. A los dieciséis años, cuando tuve mi primer empleo, apartaba parte de mi sueldo para comprar libros. Todos los meses iba a la librería y regresaba con dos o tres poetas bajo el brazo. Mi primer Neruda fue uno de los últimos libros que él escribió: Confieso que he vivido, su autobiografía póstuma. A esta obra siguieron muchas otras del poeta chileno, y yo, bajo su influjo, comencé a escribir pésimos poemas. Padecí los amores y desamores del bachillerato oyendo boleros de Manzanero y leyendo los Veinte poemas de amor y una canción desesperada hasta que descubrí a los simbolistas franceses. Sólo entonces dejé a Neruda en paz. Desde luego que, al pasar los años, uno se avergüenza de estas veneraciones y va desmitificando estos dioses.

            También en la biblioteca de mi abuela pude saciar mi sed de lectura. Ella me obsequió algunos libros que me interesaban y otros tantos se los robé con toda alevosía. ¡Ah cuántos tesoros desenterré en aquellas noches clandestinas! Aún hoy amo el olor de los libros viejos, y, cuando esparcía sobre la cama el botín, desempolvaba aquellos volúmenes con solemnidad. Aquello era una ceremonia secreta.

Una de esas noches me apoderé del diario de Amiel, que aún guardo con celo y cuyas páginas separé lentamente con un abrecartas, como lo hacían los lectores de otros siglos. Y es que existe un fetiche del libro, un ritual de leer, un arrebato de pasión que puede sentirse desde el mismo momento en que las yemas de los dedos palpan la textura de la cubierta. El preludio de la lectura tiene también su trama. Cortázar comprendió esto y lo expresó formidablemente en uno de sus relatos.

 

Volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.[3]

 

El libro es al lector refinado lo que el vino al catador. Es preciso abrirlo, dejarlo respirar, sentir su aroma milenario, contemplar todos sus accidentes y sólo después, muy lentamente, paladearlo. Lo mismo que el vino, hay libros de sabores robustos, redondos, amargos. Uno se abandona a la parsimonia, y, a medida que se pasan las páginas, se demora exquisitamente en los enigmas, en la descripción de los personajes; o vuelve atrás para atar cabos o simplemente para sentir de nuevo el poder de las palabras que nos llevan, viajeros inmóviles, a los confines más remotos.

 

Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles.[4]

 

Si la realidad nos bastara para vivir, la literatura no existiría. Aún no concibo cómo puede haber gentes a quienes les atedia leer un libro. Algunos son esclavos de la televisión y prefieren, en lugar de pensar e imaginar, que se les dé todo ya hecho. Otros se pasan el día clavados a la pantalla de un computador, llenándose de información, pero no saben qué hacer con ella. La lectura de los diarios, por otra parte, me parece de segundo orden. El periodismo es un género menor; la literatura la precede y confío en que le sobreviva. En este sentido, pienso con Borges que los periódicos se escriben para el olvido, y los libros, para la memoria.

 

No vale la pena interesarse en el periodismo, pues está destinado a desaparecer (…) En la época grecolatina se leían libros y no se perdía el tiempo en tonterías.[5]

 

Hay libros que nos marcan para toda la vida, que mueven generaciones enteras. El Werther de Goethe impuso la moda del atuendo wertheriano y provocó una ola de suicidios en la juventud de la época. Las lágrimas de aquel personaje desdichado estremecieron a toda la sociedad. Aún se oía el eco de Rousseau, y, muerto el Werther, nació el Romanticismo. He aquí un ejemplo más cercano a nosotros: García Márquez ignoró que la trasgresión narrativa era posible hasta que supo que Gregorio Samsa despertó convertido en un asqueroso insecto. Dejemos a un ensayista audaz la tarea de dilucidar la deuda que el Realismo Mágico tiene con Kafka. Quizá se demuestre algún día que el boom latinoamericano fue tramado en Praga.

En lo personal, puedo decir que haber leído la obra completa de Baudelaire durante la adolescencia no me hizo mucho bien. Sin embargo, Las flores del mal me enseñaron que la poesía podía ser otra cosa. Años después, desterrado por mis estudios en Mérida, pasaba por una situación difícil y descubrí a Dostoievsky. En aquel tiempo leía con una voracidad que el contenido de mi billetera no alcanzaba a sufragar. Hablo de una época de mi vida en que, si hallaba en alguna librería un libro que me urgía leer y quedaba un solo ejemplar, lo cambiaba de sitio, de modo que quedara oculto a la vista de otros clientes, y sólo lo sacaba del escondite una vez que había reunido el dinero suficiente para comprarlo.

Hundí las narices en Crimen y castigo. Entonces yo tenía la misma edad que el protagonista y mis circunstancias eran similares a las suyas. Recuerdo que, al cerrar el libro, quedé aplastado y me dije: «Yo soy Raskólnikov». Habría querido llorar, pero la novela era tan avasallante que no pude hacerlo. Quizá sea éste un rasgo de mi temperamento: difícilmente lloro por cosas grandes, pero la vista se me nubla por las más simples. En cambio, hace algún tiempo, en compañía de Mariela Cisnero, leía en voz alta Que despierte el leñador de Neruda, y, hacia el final del poema, tropecé con la imagen de la almohada con un corazón bordado que estaba en un Museo de Wyoming, y entonces lloré como un chiquillo.

A pesar de todo lo dicho, estoy convencido de que la lectura es la experiencia más inofensiva del mundo, y aún más, la considero una de las más edificantes para el espíritu. No puedo simpatizar con el cura y el barbero que arrojaban al fuego los libros de don Quijote sólo porque los consideraban perjudiciales. Los prejuicios, en lo que respecta al arte, son un síntoma de ignorancia. Un libro no es más que un espejo que devuelve al lector su reflejo. Si nos desagrada lo que vemos ahí es porque sentimos temor de lo que llevamos dentro, y ese descubrimiento, aunque desagradable, se lo debemos a las páginas leídas. Al fin y al cabo, todos somos héroes o villanos en acto o en potencia.  Todos tenemos una pizca de don Quijote y de Sancho Panza. Aunque decir esto hoy, en vísperas del IV Centenario de la primera salida del caballero andante, sea un lugar común, no por ello es menos cierto.

Sea cual fuere el efecto que nos produzca una obra literaria, algún provecho podemos sacar de ella. Si nos conmueve, estamos en presencia de la belleza. Si nos enfadamos, entonces también el libro ha cumplido su cometido: mover algo en nuestro interior. Pero si leemos un libro y no nos ocurre nada, habrá que admitir que, o bien el autor ha fracasado, o nosotros hemos fracasado como lectores. Un libro no cobra vida si alguno de los dos no cumple su parte del pacto.

En alguna parte hay un libro que te contiene. Harías bien en buscarlo porque, de algún modo, en ese libro está escrita tu vida y tu muerte. Si llega a tus manos, léete en sus páginas. Recuerda lo que fue y lo que pudo haber sido. Ojalá, gentil lector, que lo encuentres. Entretanto, dime qué has leído y te diré quién eres.

 

Caracas, 8 de julio de 2005.

 


[1] Jorge Luis Borges. «Un lector» Elogio de la sombra (1969).

[2] Julio Verne. La vuelta al mundo en 80 días.

[3] Julio Cortázar. «Continuidad de los parques» Final de juego (1956).

[4] Ídem.

[5] Esteban Peicovich. Borges, el palabrista (1999).

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