En mi calle, a deshoras,
los ecos del mundo
se arrastran hasta mi alcoba
y salpican mi insomnio.
Allá lejos, un perro ladra
como un latido de ceniza.
Su aullido penetra los poros
y estalla bajo las uñas.
Aquella mano de mujer
que jamás me rozó
me quema la dermis,
golpeándome los huesos.
El cráneo se me arruga
como una hoja en blanco
estrujada por un poeta
hastiado de abortos.
He soñado un acento,
el paroxismo de un aleteo
en el ojo de un huracán.
Sólo queda el silencio.
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