Feeds:
Entradas
Comentarios

Archive for the ‘Crónicas’ Category

Un trago amargo

Si te quieres suicidar, ¿por qué no te quieres suicidar?

 

Fernando Pessoa.

 

M.G. nunca imaginó que la estúpida hazaña que había cometido llegaría tan lejos. Al prepararse ese maldito trago, del que no bebió ni un sorbo, no se detuvo a pensar que volvería mi vida un desastre. Ni siquiera esperó a que pasaran los días más ajetreados para hacerlo. Yo no podía darme el lujo de morir porque se vencía el plazo de la entrega de calificaciones y me esperaba un arduo trabajo. M.G. no sospechaba que ella era responsable de que mis alumnos aún no supieran si podían comenzar los festejos de la graduación, o si tendrían que hacerse a la idea de recibir el diploma en una oficina. Tenía que corregir un sinfín de ensayos sobre Cervantes, García Márquez, Quiroga y Cortázar, pero apenas podía concentrarme. El recuerdo de lo que pudo haber sido una tragedia me jugaba malas pasadas. Mientras leía, las letras saltaban del papel y, flotando en el aire, formaban su nombre como un castillo de naipes.

El día que me dieron el ultimátum, yo estaba tras el volante serpenteando el tráfico caraqueño, y, volviendo la mirada hacia el asiento trasero, donde estaban los informes apilados, maldije su nombre con todas mis fuerzas. Ese día había terminado de corregirlos. No pegué un ojo en varias noches, me creció la barba y crecía también sin cesar una torre de platos sucios en la cocina, pero ya tenía las calificaciones. A pesar de la hora pico y del embotellamiento, del calor sofocante y del aire acondicionado descompuesto; a pesar de que hacía un buen rato que no podía avanzar ni un milímetro y de que el colegio estaba por cerrar; yo pensaba en ella, en lo cerca que estuvo de partir. Sonaban en mi cabeza aquellas palabras de Camus: hay un solo problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Y éste era su tercer intento, esta vez en mi casa.

Esa noche olvidé mi agenda en casa de unos amigos a quienes había ido a visitar. Mi compañera intentó disuadirme de regresar a buscarla, pero me negué diciéndole que yo no podía hacer nada sin mi agenda. Cerca de la medianoche, mientras regresaba a casa, volví a ver la luz del combustible que desde hacía horas titilaba. Me quedaban 2500 bolívares, de los cuales gastaría la mitad en comprar un poco de cáncer—todos nos suicidamos de algún modo u otro—, y la otra mitad en gasolina. Me detuve en la esquina de la Casanova a comprar media cajetilla de cigarrillos en la arepería 24 horas, y, cuando me disponía a marcharme, reparé en que había dejado las llaves dentro del automóvil.

Exhausto y hambriento—no había probado bocado en todo el día—, me sentí muy desgraciado y sólo quería llegar a casa y meterme en la cama. Hice una llamada telefónica de auxilio, crucé la calle, me senté en un rincón y recordé la semana horrible que había tenido. Volví a pensar en M.G., en lo que debió de haber sentido en el mismo instante en que mezclaba el cloro y el limpiador de retrete con la intención de bebérselo, y el miedo que se apoderó de ella cuando, con sólo olerlo, se le cerraba la tráquea y apenas podía respirar.

Un indigente se me acercó a preguntarme si el auto estaba accidentado. A mis años, el sentido del ridículo está lo suficientemente maduro para mentir. Me avergonzaba decirle a un hombre de la calle que había dejado las llaves dentro del auto y que estaba esperando a que madre trajera las copias para irme a casa. Pero lo que más me avergonzaba era saber que esto no calificaba siquiera para ser un problema, sino que no pasaba de ser una contrariedad, a lo sumo. El indigente se sentó junto a mí y yo estaba tan aburrido por la espera que lo dejé hacer. Desde el mismo instante en que lo vi, supe que tendría que escribir sobre él. Se llamaba Elis Noguera y me contó, en pocas palabras, la historia de su vida.

En un tiempo vivió en casa del hermano, que era policía, y su esposa. El hermano tomó el autobús, como todos los días, para ir al trabajo. Unos delincuentes subieron al vehículo en marcha y asaltaron al conductor y los pasajeros. En un descuido de los maleantes, el policía se levantó del asiento y sacó la pistola. No tuvo tiempo de disparar. Los delincuentes lo llenaron de balas. El hermano de Noguera murió en cumplimiento del deber. La viuda se quedó con la casa y echó al cuñado a la calle. El padre de Noguera se enteró del crimen por el periódico y vino a Caracas a velar el cadáver del hijo policía. Noguera le pidió que lo llevara consigo, pues no tenía dónde vivir, pero el padre lo abandonó a su suerte. El padre, que pertenece a una familia de ganaderos acaudalados de Los Andes, abandonó al hijo a su suerte.

Algún tiempo después, Elis Noguera se arrojaba de un cuarto piso. Hablando conmigo, me mostró las terribles marcas que el intento suicida había dejado en su cuerpo. Sin embargo, en sus ojos se leían marcas más profundas, marcas que nada ni nadie podría borrar. Son las mismas marcas que M.G. lleva en su alma. Son las marcas que llevamos todos los que sobrevivimos al caos. 

Mi madre llegó con la copia de las llaves del automóvil y se asustó de verme hablando con un indigente. No podía comprender que, al despedirme de él, en cierto modo me despedía de M.G. Algo se había roto para siempre en ellos y en mí. La casa estaba rota. Cuando llegué por fin a mi casa y a mi cama, recordé mi diálogo con el indigente y, con cierta vergüenza, recordé también las palabras que yo había dicho una hora antes: «yo no puedo hacer nada sin mi agenda».

 

Caracas, 28 de junio de 2005.

 

Read Full Post »

Un encuentro fortuito

Parece que nada hay a que la naturaleza

nos haya encaminado tanto como al trato social.

 

Miguel de Montaigne.

 

            Fue el domingo 5 de enero, el día siguiente de mi llegada de provincia, adonde había ido con mi familia a pasar las vacaciones decembrinas. Arreciaba el sol de mediodía que chamusca la piel y acalora las entrañas del trópico. Tras el volante de mi Ford, hacía un rato que conducía de un lado a otro de la ciudad en busca de gasolina sin plomo, que por entonces era un bien de preciadísimo valor. No me atrevía a llenar el tanque de combustible con plomo, pues se rumoraba que dañaba el catalizador de los automóviles, y, pues no tenía mucho dinero, ni siquiera me pasaba por la cabeza hacer una adquisición costosa entre los usureros del mercado negro. Bordeando la Ciudad Universitaria, divisé el oasis en medio de aquel desierto de escasez. La gasolinera Shell, en la esquina de Cajigal y Paseo de Los Ilustres, estaba operativa y mis ojos se abrieron, como los de un chiquillo que mira el juguete deseado, al advertir el camión de gasolina que, con sus grandes letras que rezaban “Inflamable”, suponía el bálsamo de todos los pesares.

            Aunque la hilera de vehículos se extendía más allá de la intersección de la avenida Victoria, felizmente me estacioné al final de la cola, tranquilo de saber que no tendría que seguir buscando en vano. Un rato después mi estómago hacía los reclamos de rigor. El conductor del automóvil que estaba detrás del mío, que se había bajado y fumaba un cigarrillo, me dijo que, si quería, podía ir un momento a la panadería mientras él cuidaba del puesto. Así lo hice y, al volver, comenzamos a platicar. Se llamaba Rómulo Ferrer y durante la conversación advertimos que entrambos había muchas amistades en común. Compartimos anécdotas de provincia, indagamos en nuestros árboles genealógicos y, un tanto sorprendidos, pensamos que muy probablemente éramos familiares, aunque lejanos. No había duda de que el azar nos había obsequiado una grata oportunidad de amigar.

            Conversando de esto y aquello, las horas transcurrieron agradablemente y apenas si recordábamos el motivo por el que estábamos ahí. Una vez que llegamos a la gasolinera y llenamos sendos tanques, Ferrer me invitó a su departamento y accedí gustoso. Mientras alargaba la vista a la enorme ciudad, sentado a la mesa del balcón, Ferrer trajo una botella de champaña y la tertulia, ya convertida en ave, aleteaba y alzaba vuelo para adueñarse del aire. Compartimos biografías, anécdotas, oficios, desamores. Cayó la noche, el anfitrión preparó unos deliciosos champiñones al vino, y cuando las estrellas agujerearon el cielo caraqueño, ya no éramos los extraños que fumaban junto a la portezuela de los vehículos en la cola de la gasolina. Éramos dos compañeros que abrían sus corazones a la amistad.

            Hubo llanto y risa, añoranza y rabia, nostalgia y melancolía. Hubo todo lo que de ordinario requiere años para nacer entre dos camaradas que comparten la vida. Una tras otra se vaciaban las botellas y el cenicero desbordaba de cigarrillos. Ferrer me dio un discurso inapreciable sobre cómo domar el espíritu silvestre de ciudad capital y me explicó, con postulados casi filosóficos, los hondos motivos por los cuales orinaba en el lavamanos, en lugar del inodoro. Al conocer mi vocación literaria, se burló de lo inmensamente cursis que éramos los poetas, pero también me confió sus secretos más íntimos. El viento de la noche nos refrescaba las almas y los latidos de Caracas sonaban al unísono con los nuestros.

            Cerca de la medianoche, tras chocar innumerables copas y hablar toda suerte de disparates, era preciso reconocer que estábamos borrachos hasta la médula. Tendidos cada uno en un sofá, boca arriba, mirábamos el techo raso en absoluto silencio. Aunque evitábamos movernos y hablar para que el organismo no se rebelara contra nosotros, pudo más el cuerpo que la resistencia y Ferrer me anunció, con la sabiduría resplandeciente del profeta, que debía ir a vomitar. Aún inmóvil en mi sofá, sin quitarle la vista a las grietas del techo, lo imaginaba convulsionándose en el cuarto de baño y, al oír aquel horrible estruendo, estallé en carcajadas. Un rato después volvió, más aliviado, y aunque no sentía náuseas, comprendí que tarde o temprano yo tendría que hacer lo mismo. Entonces entré en el baño, que apestaba a entrañas ajenas, me hinqué de rodillas frente al inodoro y me empujé el dedo índice hasta el fondo de la garganta. Los champiñones y no sé cuántas copas de vino se habían desperdiciado.

            Ya de regreso en el estar, me tumbé de nuevo en el sofá, como lo hizo Ferrer en el suyo, y permanecimos así algunas horas. Abrí los ojos a las tres de la madrugada, un tanto exaltado, y comprendí que me había dormido. Aparatosamente me puse de pie, me despedí de mi amigo y caminé hasta la puerta. Pero antes volví la mirada al balcón, donde dos confidentes hermanaron una noche impredecible, y tras el volante de mi Ford, oyendo palabras ininteligibles de un locutor de radio, volví a pasar frente a la gasolinera Shell del Paseo de Los Ilustres, y sonreí.

 

Caracas, 18 de febrero de 2003.

 

Read Full Post »

Un minuto de silencio

A la soledad me vine

por ver si encontraba el río del olvido,

pero en la soledad no había

más que soledad sin río.

Cuando se ha visto la sangre,

en la soledad no hay río.

Lo hubiera y nunca sería el río del olvido.

 

Rafael Alberti.

 

            La noche del 6 de diciembre de 2002 no se aparta de mi memoria. Hacía cuatro días que el país se había detenido, en la víspera del paro nacional que habían convocado algunos sectores de la disidencia, y se vivían momentos de mucha tensión. Corrían tiempos difíciles y una grieta profunda partía a Venezuela en dos. La mayoría de los comercios bajaron las santamarías, las empresas cerraron sus puertas, los pupitres de las escuelas y universidades estaban vacíos, la escasez de gasolina provocaba colas interminables de automóviles en las estaciones de servicio y los cacerolazos resonaban, estruendosos, todas las noches a las ocho en punto. Las multitudes que marchaban y protestaban en las calles eran reprimidas con perdigones, bombas lacrimógenas y peinillazos. La televisión era un noticiero continuo apenas interrumpido por propagandas políticas de la oposición. Y la sangre de los inocentes que cayeron el 11 de abril aún no se habían secado en las almas de sus seres queridos.

            Desde que un puñado de militares se declarase en desobediencia civil en la Plaza Francia de Altamira, ésta había sido llamada Plaza de la Libertad y ahí se congregaba la gente para apoyar la posición de los oficiales y oír los enardecidos discursos de oradores exaltados. Las consignas Prohibido olvidar, ¡Ni un paso atrás! y ¡Fuera, Chávez! se oían por doquier y los buhoneros aprovechaban el fervor para vender banderas, franelas, pitos, cacerolas, gorras y cuanto hiciese feliz a un “escuálido”. Las palabras altisonantes de indignación que provenían de la tarima se entremezclaban con lágrimas de frustración y gritos carnavalescos de fiesta. En tanto que un hombre de uniforme arengaba contra el Gobierno e insultaba al Presidente, alguna muchacha coqueteaba y más allá unos compadres jugaban al dominó.

            Aquella noche se avecinaba una tragedia. Recuerdo que yo cenaba en las cercanías de la plaza, a unas pocas cuadras, cuando oí que pasadas las siete había habido disparos contra la muchedumbre. Apresuradamente acabé la comida y subí al auto. La radio anunciaba que había muchos heridos, algunos muertos y que estaban evacuando la Plaza Francia. Entonces fui ahí para verlo con mis propios ojos. Al llegar, el terror estaba en los rostros de la gente y tuve que echarme al piso, como todos los demás. La policía dirigía una luz a las terrazas de los edificios en derredor, en busca del asesino. Desde la tarima alguien llamaba a permanecer tendidos y mantener la calma, al tiempo que un camarógrafo de televisión se escurría entre los cuerpos tumbados que escondían la cabeza y protegían a la esposa y los hijos en un abrazo. Un rato después volvieron personas, algunos empezaron a ponerse de pie y así lo hicieron los demás. La consternación y el miedo, sin embargo, no habían desaparecido.

            Ya se habían llevado a dos de las víctimas, que dejaron sendos charcos de sangre en los lugares en que cayeron abatidas. Permanecía un cadáver, el de Jaime Giraud, cuyo rostro había sido cubierto con una bandera de Venezuela. El lugar fue acordonado por la policía y un oficial resguardaba la escena del crimen. A unos pasos de él, la masa encefálica del desgraciado yacía como un testimonio de la masacre y del otro lado del cordón el silencio y las miradas eran el luto y el desasosiego.

            Mientras fijaba la mirada en una de las balas que estaba a menos de un metro de mí, y que la policía cuidaba con celo, oí los gritos de un alboroto cercano. Al volverme, eché de ver a un grupo, al cual se sumaban cada vez más personas, que golpeaba a un detenido y a un policía que intentaba impedir el linchamiento. La gente se acercaba corriendo y se abría paso entre los testigos para darle de patadas y puñetazos al infeliz. La multitud lo castigaba duramente, mientras el hombre intentaba huir a toda costa, y así lo iban llevando desde el lado este de la plaza hasta el Hotel Four Seasons, donde al fin pudo entrar, salvándose de morir por la golpiza.

            Al volver a la plaza, el dolor era una omnipresencia. Retiraron el cuerpo de Jaime Giraud y poco después el charco de sangre que dejó se llenaba de toda suerte de ofrendas. Una tras otra las personas pasaban el cordón para acomodar la bandera ensangrentada, colocar florecillas, estampitas de la virgen, cintas negras que rezaban Prohibido olvidar y cuanto tuviesen a mano que pudiese servir de homenaje póstumo. El llanto inició su cántico lúgubre y las almas se afligían indistintamente. Todas las miradas coincidían en la rojez que nos legaron Keyla Guerra, Josefina Inciarte y Jaime Giraud. Habían muerto ahí, entre nosotros. Unos metros de separación, el haber llegado más temprano que otros a la plaza, un capricho de la puntería de Joao de Gouveia: semejantes azares nos salvaron a quienes sobrevivimos. Los que cayeron en Puente Llaguno y sus alrededores, después de casi ocho meses, ya tendrían compañía.

            Luego llegaron líderes de la oposición y otros dirigentes a la tarima de la Plaza Francia. Al alzar la mirada al Obelisco que se erigía en lo alto, odié su verticalidad y habría querido que se inclinase de luto. La culpa, desde luego, no es de Luis Roche, pues su creación estaba destinada a cosas bellas. Cesó el sonido del mundo cuando empezó a correr el minuto de silencio. Sólo se oían los quejidos de una polea oxidada, cuando la soga se deslizaba por ella y una bandera se izaba a media asta. Culminado el minuto de silencio, todos cantamos el himno nacional, aunque nunca olvidaríamos que la noche del 6 de diciembre no debía ser el ejemplo que Caracas diera.

 

Caracas, 13 de febrero de 2003.

 

Read Full Post »