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          Mis escritos menores han tenido buena acogida en algunos medios. Mi segundo artículo de opinión, La extinción de la individualidad, fue publicado en el diario Pico Bolívar el domingo. No es un mal día para ser leído en prensa. Según el acuse de recibo que me ha llegado hoy, la primera y segunda parte de El «Aullido» de Allen Ginsberg aparecerán en los próximos días. Asimismo, anteayer se publicó mi ensayo A propósito del Hölderlin de Peter Weiss en la página de internet de Arteliteral. Ana Isabel, cuyo afecto y apoyo son infinitos, dice estar orgullosa de estas publicaciones. Mentiría si dijese que detesto ver mi nombre en letra de imprenta, pero, bien mirado, es demasiado fácil para ser reconfortante. Echo de menos la dignidad de la fatiga que sucede a las grandes luchas del oficio literario. Necesito un nuevo Baudelaire. A decir verdad, soy un escritor de largo aliento. No por ello desdeño géneros tan respetables como el relato breve—Poe y Borges no son poca cosa—, a sabiendas de que la intensidad y el laconismo son cometidos harto difíciles. Creo saber el motivo por el cual no he cultivado esta disciplina. Mi apetito creativo es  insaciable y, por ende, precisa de un estremecimiento prolongado. Sé que he empezado a escribir artículos y retomado mi diario para que la musa me pille trabajando, mas en el fondo es tan sólo un modo de que este período de transición sea más llevadero. Las limitaciones del artículo me permiten ejercitar el rigor de la brevedad, mas, aunque no está del todo exento de placer, difícilmente pasa de ser una eyaculación intelectual precoz. Tendré que corregir este prejuicio algún día.

ginsberg11          A las ocho de la noche del viernes 7 de octubre de 1955, unas 150 personas se agolpaban a las puertas del nº 3119 de la calle Fillmore. Un nombre los había congregado: Kenneth Rexroth, uno de los padres del movimiento cultural conocido como el Renacimiento de San Francisco, quien tuvo la idea de ofrecer un recital en la Six Gallery para sus jóvenes amigos poetas. En la galería, decorada con esculturas surrealistas hechas de yeso y cajones de madera para almacenar naranjas, se respiraba un aire onírico y majestuoso. Rexroth, quien fungía como maestro de ceremonias, presentó a los cinco bardos que harían oír su voz en la velada, algunos de los cuales se conocían por vez primera.

El poeta surrealista Philip Lamantia, con voz delicada y británica—según Kerouak—leyó poemas de su amigo John Hoffman, quien había fallecido recientemente de una sobredosis de peyote. Lo siguió Michael McClure con la lectura de Point Lobos: Animism y For the death of 100 whales. Entretanto, Jack Kerouak, a quien se le había invitado a recitar pero prefirió declinar, hizo una colecta entre los asistentes y salió a comprar tres botellas de vino de Borgoña para relajar a la audiencia. Después, Philip Whalen recitó Plus Ca Change. El penúltimo, un tal Allen Ginsberg de 29 años, quien casi no había publicado nada y jamás había leído su poesía ante un público, empezó a recitar la primera parte de Aullido, el poema que pasaría a la historia de la literatura como la voz de una generación.

He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura—recitó, con cierta timidez—, muriéndose de hambre histéricas desnudas, arrastrándose por las calles negras a la madrugada buscando una droga furiosa, hipsters de cabezas de ángel quemándose por la vieja conexión del paraíso con el dinamo estrellado en la maquinaria de la noche (…) El buen Kerouak, ahora sentado en el borde del escenario, animaba al poeta a seguir recitando. Ginsberg prosiguió, cada vez con mayor soltura, y el poema cobraba fuerza en un in crescendo que, a la postre, alcanzaría un clímax indecible. En todas nuestras memorias—dijo McClure, evocando la velada—, ningún poeta, hasta entonces, había sido tan franco y directo (…) Habíamos llegado a un punto de no retorno. Ninguno de nosotros quería volver al silencio militarista,  gris y desalentador; al vacío intelectual (…) a la tierra sin poesía (…) a la monotonía espiritual. Queríamos hacer algo nuevo, queríamos inventarlo e inventar el proceso de hacerlo a medida que nos adentrábamos en ello. Queríamos voz y queríamos visión.

En los últimos versos, la voz del bardo se quebró. Tras la perplejidad de un breve silencio, el público estalló en aplausos y clamores. El poeta Gary Snyder, cuya intervención era la última, tuvo que aguardar pacientemente a que la audiencia se calmara para recitar A Berry Feast. Lawrence Ferlinghetti, co-fundador de la librería y editorial City Lights, derramaba lágrimas, profundamente conmovido. Entonces fue al encuentro de Ginsberg  y le ofreció publicar su poema en libro. Había nacido la Generación Beat.

Diario Pico Bolívar. 24 de marzo, 2009.

    ginsberg23         Antes de la velada legendaria en la Six Gallery, donde Ginsberg leyó el Aullido por vez primera y se volvió un poeta reconocido de la noche a la mañana, el poema inicial era otro. Ginsberg, quien había estudiado en la Universidad de Columbia, le envió al poeta, ensayista y traductor Kenneth Rexroth un poema titulado Dream Record: June 8, 1955. El destinatario replicó con estas palabras: Aún suena como si vistieras corbatas de Brooks Brothers y de la Universidad de Columbia. Es muy formal, ¿sabes? Le aconsejó entonces apartarse del academicismo tieso y artificioso y lo alentó a darle rienda suelta a su voz y escribir de corazón. Allen Ginsberg tomó el consejo y, bajo la influencia de William Carlos Williams y Jack Kerouak, dejó correr la pluma sin restricciones. En su introducción a Aullido y otros poemas, ulteriormente publicado por Lawrence Ferlinghetti, Williams hace una prudente advertencia: Aférrense a las enaguas de sus vestidos, damas. Estamos atravesando el infierno.

            De publicarse esta segunda parte de mi artículo el 25 de marzo, como lo he solicitado al editor del diario, entonces hará 54 años que  agentes de la aduana de los Estados Unidos confiscaron 520 ejemplares de la segunda edición de Aullido y otros poemas y, bajo la acusación de difundir material obsceno, Ferlinghetti fue arrestado. Una vez que los abogados de la American Civil Liberties Union se enteraron de que la jueza encargada del caso, la señora Clayton Horn, era maestra de catecismo y había condenado a 5 ladrones a ver Los 10 mandamientos, no abrigaron grandes esperanzas de ganar el juicio. Sin embargo, el desenlace de la larga querella fue inesperado. La jueza Clayton sentenció que el poema no era obsceno, sino un escrito de mérito literario y social.  No creo que «Aullido» carezca del todo de alguna importancia social redentora. La primera parte de «Aullido» ofrece el retrato de un mundo de pesadilla; la segunda parte es una denuncia de aquellos elementos de la sociedad moderna que destruyen las mejores cualidades de la naturaleza humana; tales elementos son identificados predominantemente como materialismo, conformismo y mecanización que conduce a la guerra. La tercera parte ofrece la imagen de un individuo que es una representación específica de lo que el autor concibe como una condición general. La «Nota al pie de Aullido» parece ser la declaración de que todo en el mundo es sagrado, incluyendo partes del cuerpo llamados por su nombre. Concluye en una súplica por una vida sagrada. Al considerar material acusado de obscenidad, es bueno recordar el refrán: «Honi soit qui mal y pense» (El mal está en quien piensa mal).

            A lo largo de la historia, autoridades de diversa índole han pretendido censurar las voces de quienes han tenido el coraje de ofrecer su percepción de la desoladora realidad que los rodeaba. Algunos corrieron con peor suerte que Ginsberg y fueron castigados duramente con la ley o el desprecio de sus contemporáneos. Charles Baudelaire, George Orwell, Salman Rushdie, Henry Miller, Franz Kafka también aullaron a su modo y pagaron el precio. Por fortuna, el tiempo los rescata del olvido y los eleva al lugar que les corresponde. No se puede silenciar el grito de una época.

 

Diario Pico Bolívar. 25 de marzo, 2009.

 

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Conozco a pocos de quienes pudiera decirse, en todo rigor, que son individuos. Que se aparten de mí los biólogos o psicólogos que ya se precipitan a corregirme. Me atedia la mediocridad de quienes piensan que basta reunir una serie de cualidades particulares para que la individualidad se ponga de manifiesto. El conjunto de tales singularidades bien pudiera preparar el terreno para ello, pero no es sino en el ejercicio y desarrollo de dichos atributos hasta sus últimas consecuencias que aparece la verdadera soberanía de una persona.

La individualidad está en peligro por la simple razón de que ella es, en sí misma, un peligro para el sistema. Llamo sistema a todo aquello que, creado por el hombre, ejerce su poderío para regir la vida de las personas e impone los códigos de conducta más allá de los cuales se corre el riesgo de merecer el escarnio público, la censura y la marginación. No siempre las normas que constituyen el deber ser de los miembros de una comunidad son explícitas. A menudo existen reglas tácitas, legitimadas por el hábito, que han de ser acatadas por todo aquel que desee pertenecer a la cofradía.

Vivimos bajo controles tan estrictos que muchas de las actividades que otrora eran consideradas subversivas o propias de espíritus rebeldes han sido estandarizadas tanto o más que las normas a las cuales se oponían. La habitual frivolidad de las charlas de discoteca y las arrogantes payasadas de muchos jóvenes aplaudidos por los miembros de su tribu se han convertido en una cuasi-institución cuyos primeros ímpetus se han echado al olvido y, por ende, su evolución se ha estancado. De hecho, cada día abundan más quienes no acuden a locales nocturnos para cumplir un propósito específico, sean cuales fueren sus necesidades de esparcimiento, sino para que su acto de presencia sea un fin en sí mismo. Se diría que ya no se trata de divertirse y pasar un buen rato, sino de que los asiduos del establecimiento noten su presencia y, por ende, les otorguen un reconocimiento en no sé qué jerarquía de la vida nocturna de la ciudad. Para muchos no tendría sentido hacer lo mismo ahí donde hubiere pocos o ningún testigo, pues la necesidad que prevalece es la de ser visto y secundado por la muchedumbre. Así, las manifestaciones de la contracultura imponen también un severo acatamiento de reglas implícitas y, en consecuencia, son absorbidas por el sistema. De ahí que un fenómeno como el primer Woodstock sea irrepetible.

No puede esperarse lo contrario de los usos y costumbres que son protegidos con celo por la sociedad en general. La democracia, más allá de los beneficios que comporta, es una doctrina política que amenaza la individualidad. El sufragio universal parte de la premisa de que la mayoría tiene la razón o, aunque no la tuviese, es preciso supeditarse a su mandato. En los países sudamericanos, donde el nivel de instrucción del grueso de la población es pobre, ¿cómo fiarse de una autoridad semejante? Si a eso añadimos la influencia de las estadísticas, la volubilidad de los ciudadanos tan dados a repetir matrices de opinión y la presión de los allegados, pareciera que fuese una minoría la que se ha formado su opinión por su cuenta.

Bombardeados a diario por los paradigmas de los medios de comunicación y la publicidad, por la superficialidad y la chapucería de tantos que nos rodean, no es de extrañar que se pague un alto precio por ser un individuo con ideas propias. Sin embargo, el precio que se paga por lo contrario es aún mayor: el fanatismo y la estupidez.

 

Diario Pico Bolívar. 15 de marzo, 2009.